ALBERTO MARVELLI (1918-1946)    

Nació en Ferrara, Italia, el 21 de marzo de 1918, siendo el segundo de seis hermanos. Creció en una familia cristiana, en la que a la vida de piedad, las actividades caritativas, catequísticas y sociales estaban unidas.

Participó en el Oratorio salesiano y en la Acción Católica, donde maduró su fe con una opción decisiva: “mi programa de vida se resume en una palabra: santidad”.

Alberto rezaba con recogimiento, enseñaba la catequesis con convicción, demostrando celo apostólico, caridad y serenidad. Tenía un carácter fuerte, decidido, voluntarioso y generoso y un fuerte sentido de la justicia, y por eso influía moralmente entre sus compañeros. Era deportista y dinámico; le encantaba el tenis, el fútbol, la natación, las excursiones en la montaña… Pero su gran pasión era la bicicleta, en la que descubrió un medio privilegiado para su apostolado y su acción caritativa.

Maduró su formación cultural y espiritual en la Federación Universitaria Católica Italiana (F.U.C.I.), eligiendo como modelo de vida juvenil a Pier Giorgio Frassati.

Cuando terminó los estudios universitarios en ingeniería mecánica el 30 de junio de 1941, Alberto tuvo que enrolarse como militar, puesto que Italia estaba en guerra, una guerra que él condenó con lucidez y firmeza: “descienda pronto la paz con justicia para todos los pueblos, la guerra desaparezca para siempre de la faz de la tierra”. Le dieron la baja en el ejército por tener tres hermanos en el frente, y se puso a trabajar durante un tiempo en la FIAT de Turín.

Tras los trágicos acontecimientos del 25 de julio que llevan a la caída del fascismo y la ocupación alemana del territorio italiano el 8 de septiembre de 1943, Alberto volvió a su casa de Rímini. Sabía cuál era su misión: transformarse en obrero de la caridad.

Después de cada bombardeo Alberto era la primera persona en ayudar a los heridos, en dar valor a los sobrevivientes y en asistir a los moribundos, en sacar de las ruinas a los sepultados vivos.

A su alrededor había ruinas y hambre. Entonces Alberto empezó a dar a los pobres colchones, mantas, ollas y todo lo que podía recoger. Iba donde los campesinos y comerciantes, compraba alimentos y después, en su bicicleta cargada de provisiones, salía en busca de los que tenían hambre. Muchas veces regresaba a su casa sin zapatos e incluso sin bicicleta: lo había dado a quien tenía más necesidad que él.

Durante el período de la ocupación alemana Alberto logró salvar a muchos jóvenes de la deportación. Con una acción heroica consiguió abrir los vagones del tren que partía desde la estación de San Arcángel y liberó a hombres y mujeres que iban destinados a los campos de concentración.

Después de la liberación de la ciudad el 23 de septiembre de 1945, al constituirse la primera junta del Comité de liberación, entre los asesores figuraba Alberto Marvelli, a pesar de que no estaba inscrito en ningún partido político ni pertenecía a los “partigiani”. Todos reconocieron y valoraron el gran trabajo realizado por él a favor de los sin techo. En ese momento tenía 26 años. Es joven, pero afronta concretamente los problemas, con aptitud y competencia. Poseía coraje en las situaciones más difíciles y una disponibilidad sin límites. Le confiaron el cargo más arduo: ocuparse de poner orden en la concesión de viviendas en la ciudad. Después le encargaron el área de la reconstrucción, como colaborador del Ente de Ingenieros Civiles.

Alberto escribió en un pequeño bloc: “servir es mejor que hacerse servir. Jesús sirve”. Es con este espíritu de servicio que Alberto asumió siempre sus obligaciones cívicas.

Cuando en Rímini vuelven a surgir los partidos políticos, se inscribió en la Democracia Cristiana. Vivió su compromiso político como un servicio a la sociedad organizada: la actividad política podía y debía transformarse en la expresión más alta de la fe vivida.

En 1945 el Obispo lo llamó a dirigir a los Profesionales Católicos. Su compromiso se sintetizó en dos palabras: cultura y caridad.

Convencido de que “no es necesario llevar la cultura sólo a los intelectuales sino a todo el pueblo”, fundó una Universidad popular. Abrió un comedor para pobres. Los invitba a misa y rezaba con ellos; después, en la mesa servía la comida y escuchaba sus necesidades. Su actividad a favor de todos no conocía descanso. Como cofundador de la A.C.L.I. (Asociación Católica de Trabajadores Italianos), formó una cooperativa para los que se dedicaban a la construcción; fue la primera cooperativa “blanca” en la “roja” región italiana de la Romaña.

La intimidad con Jesús Eucarístico lo llevaba a no encerrarse en sí mismo, a no desatender su compromiso con la historia. Por el contrario, cuando se da cuenta de que el mundo que lo circunda está bajo el signo de la injusticia y del pecado, la Eucaristía le da fuerzas para realizar su trabajo de redención y liberación, capaz de humanizar la faz de la tierra.

Al anochecer del 5 de octubre de 1946, mientras se dirigía en bicicleta a un mitin electoral, siendo uno de los candidatos para la elección de la primera administración comunal, un camión militar lo atropelló provocándole la muerte. Tenía 28 años.

Toda Italia lloró su muerte. En la historia del apostolado de los laicos, la figura de Alberto Marvelli se presenta como la de un precursor del Concilio Vaticano II en lo que se refiere a la animación y el compromiso apostólico de los laicos en la transformación cristiana de la sociedad. El siervo de Dios Jorge La Pira escribió sobre él: “La Iglesia de Rímini podrá decir a las próximas generaciones: yo os muestro cómo es la vida cristiana auténtica”. 

 

De la homilía de san Juan Pablo II en la Misa de beatificación de Alberto Marvelli el 5 de septiembre de 2004:

Alberto Marvalli, joven fuerte y libre, hijo generoso de la Iglesia de Rímini y de la Acción católica, concibió toda su breve vida de sólo 28 años como un don de amor a Jesús por el bien de sus hermanos. "Jesús me ha envuelto con su gracia", escribió en su diario; "sólo lo veo a él, sólo pienso en él". Alberto había hecho de la Eucaristía diaria el centro de su vida. En la oración buscaba inspiración también para el compromiso político, convencido de la necesidad de vivir plenamente como hijos de Dios en la historia, para transformarla en historia de salvación.

En el difícil período de la segunda guerra mundial, que sembraba muerte y producía violencias y sufrimientos atroces, el beato Alberto alimentó una intensa vida espiritual, de la que brotaba el amor a Jesús que lo llevaba a olvidarse constantemente de sí mismo para cargar con la cruz de los pobres.